Alfredo Armas Alfonzo. Un centenario que nos llama a pensar
Este 6 de agosto se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los más aguerrido vigías intelectuales del país, el escritor Alfredo Armas Alfonzo. A su memoria tan cercana dedicamos el siguiente artículo.
La casa caraqueña de Colinas de Bello Monte, Lejarazu, lugar cercano al cielo, en la Avenida Tuy, donde vivió Alfredo Armas Alfonzo, era un aluvión de sorpresas. Libros y más libros, colecciones completas de revistas, cuadernos de viajes y ediciones de periódicos de diferentes épocas. Papeles, muchos papeles, amontonados junto a las imágenes religiosas, donde siempre destacaba el viejo santo de madera, lágrimas del hijo de Dios. Las obras de arte se agrupan en variados formatos. Recuerdos del Clarines natal expresado en antiguas hojas de ventanas, puertas, algún espejo y huellas muy precisas de un pasado al que estaría unido a lo largo de la vida. Grabados y planchas de impresiones, fotografías, perfiles de postales y manuscritos con trazos de planos y de letras desunidas, en mapas de vencidos y de vencedores. Estábamos frecuentemente ante su mundo del río Unare, y de toda esa extensión, que iba más allá, hacia las desembocaduras del Neverí y del Manzanares. Percibíamos sueños indetenibles en aquella voz pausada y dolida, que nos iba contando paso a paso los desordenados asaltos al territorio, las guerras breves, y las guerras lejanas antes de las lluvias, porque sin saberlo, vivíamos del ruido inacabable de la muerte. Era desenvuelta la palabra mágica del narrador que respondía seguro y amable, ante cualquier pregunta que tuviéramos a bien hacer.
Alfredo, como simplemente le decimos, nos obsequió siempre con su memorioso discurso, con su testimonio infinito, allá en Colinas de Bello Monte. Era el omnipotente conversador de intensa palabra que explicaba el origen entrañable de cada pedazo del país, de nuestro país de soledades y de acosos. Su obra, más allá de las frases dichas con voz propia, se multiplicó en escritura ardiente, en transmutados relatos traídos al terruño que fue Clarines, y a todo el territorio del Unare. Desde Los Cielos de la Muerte hasta Los Desiertos del Ángel, dejó más de treinta libros a las generaciones que le siguen, y entre muchas revistas, y en cientos de crónicas semanales, espesaría la solidez de una obra literaria magnífica. A la hora de su fallecimiento en Caracas, en noviembre de1990, a la edad de 69 años, su nombre destacaba con los renovadores del cuento venezolano. El inventario de su imaginación tendría especial significado entre los que impulsaron ese género literario de tanto aprecio en América Latina.

Fluían anchas nuestras conversaciones en ascenso, la descripción del dolor y de la alegría, como solo él sabía hacerlo, y podíamos pasar horas, simplemente escuchándole, del comienzo al fin, una tras otra cada historia inalterable en sus labios. Así era Alfredo, y en nuestros repetidos viajes, nos sumergíamos en la pertenencia de su vida, en su fino humor, en sus disgustos con la época cegadora que le tocó mirar en los últimos años. De El Tigre a Caracas, de Cumaná a Caracas, desde cualquier lugar donde estuviéramos, siempre había una razón para encontrarnos. Así fuimos consolidando cada día más aquella especial amistad.
Además de encontrarnos frente a tantas guerras de la patria, era común citar la relación de familia, los cruces de los Armas Bellorín, de los Armas Cañas, de los Armas Itriago y de los Armas Chacín. Rafael Armas Chacin, el padre y Mercedes Alfonzo Rojas, la madre de Sabana de Uchire. Otros temas de conversación, la fiereza de cumanagotos, chacopatas y palenques ante los intentos de colonización en las costas de Maracapana, desde Cumaná al río Unare, la valentía del cacique Cayaurima, y de tantos otros líderes rebeldes, la increíble historia de la isla de las perlas, las propuestas fundacionales de Francisco de Vides, con un título de gobernador y capitán general por dos vidas, y licencia para repartir tierra entre los pobladores procedentes de las regiones andaluzas y extremeñas del viejo continente. Así iba pasando el tiempo, y desde la provincia de Huelva, de Trigueros, de Aracena, de Beas, donde tienen escondida una Virgen de los Clarines, llegarían a estas costas los primeros pobladores en esos dos barcos, Nuestra Señora de la Concepción y Nuestra Señora del Rosario, para mezclarse con los aborígenes de Aripata. Dejaron huella en la ciudad fundada con 60 vecinos españoles el 7 de abril de 1594. Fue Nuestra Señora de Clarines, y sería mudada una y otra vez, hasta convertirse en San Antonio de Clarines, el antiguo fortín fundado por el Capitán Bravo de Acuña en 1667, y años más tarde, sitio de misión de los frailes observantes. Resultaría ser el mismo Clarines inspirador de leyendas, donde nace Alfredo Armas Alfonzo un 6 de agosto de 1921.
En complicidad con un fotógrafo nacido a orillas del mar Mediterráneo, en Almería, España, el inolvidable Sebastián Garrido (El Torero) y con el diseñador de origen chileno Mariano Díaz Bravo, entre otros seguidores, Alfredo Armas Alfonzo saca adelante en Cumaná una de las empresas de cultura más significativas del país. Viene de nuevo a la vieja capital que lo expulsó con el terremoto del 14 de enero de 1928, y aquí establece las bases de una Dirección de Cultura de la Universidad de Oriente, desde el año 1962, hasta el momento de su regreso a Caracas en 1968. Crea los talleres gráficos de la universidad, y desde esa imprenta, alla en Cerro Colorado se dan a conocer miles de ejemplares de libros y revistas de circulación regular, como fue el Oriente Universitario y la propia revista de cultura Oriente. Se entrega de lleno a promover todas las formas de expresión de arte, otorgándole especial significado a los elementos propios de la sabiduría popular. Los nombres de Luis Mariano Rivera, María Rodríguez, Atanasio Rodríguez (Chigüao), Daniel Mayz o del negro bolivarense Alejandro Vargas, no son ajenos a la importancia de su gestión.
“Yo tuve que sentarme con Daniel Mayz una de esas tardes de luz de Cumaná, de amor a Cumaná, de olor a nísperos y mangos maduros de Cumaná en Quinta Tobías, para enseñarle a Don Daniel a poner su firma, eliminando incluso letras: “D. Mayz”, y llevarle la mano al viejo, una y otra vez, hasta que nos doliera el brazo a él y a mí, y así aprende Don Daniel a firmar para estampar su nombre en la nómina de cheques. Habría que mencionarlo como un hecho que Luis Manuel Peñalver permite, porque cuando él me dice: “Alfredo, tú me propones el nombramiento de un hombre que es analfabeta como docente de una universidad, a mi me parece hermoso, pero entiende que…yo te lo firmo gustosamente y te lo voy a firmar, pero… ¿no nos reclamará esto la historia?” y Luis Manuel Peñalver firma como rector de una Casa Universitaria el nombramiento como profesor de música de Don Daniel Mayz. ¿Qué significa eso? Significa el rescate de uno de los valores musicales tradicionales de la cultura de nuestro oriente de más belleza, de más contenido, de más importancia. Daniel era un músico culto, autodidacta, de la mayor significación en la historia musical de nuestro país. Y cuando se muere Don Daniel, se muere un hecho de verdadera grandeza de la cultura de nuestro oriente. Fue profesor universitario y vivió los últimos años de su vida gracias, pues, a aquel recurso que no era sino una miserable manera de pagarle de algún modo lo que él había aportado y dado a la cultura musical…”. Esta confesión que Alfredo Armas Alfonzo le hizo alguna vez a Ramón Ordaz, durante una entrevista para el Oriente Universitario, era parte de lo que repetidas veces hablábamos allá en Colinas de Bello Monte, el significado hermoso de lo que el pueblo creador concibe, y la necesidad de respetar y darle apoyo a esas culturas ancestrales, prohibiendo con severidad cualquier intento deformador, al que se han venido acostumbrando falsos gerentes culturales, en una lamentable confusión que desvirtúa lo verdaderamente popular cuando los discursos toman otros giros.
Desde El Tigre o desde Cumaná, siempre los encuentros con Alfredo, los entendía como parte de una escuela, no eran simples andanzas. Tiempo más tarde, me correspondería entregarme en la misma universidad, “la casa más alta”, a la tarea de impulsar la cultura a favor de los más desposeídos, y fue su nombre el que tuve en cuenta a la hora de tomar la brújula para definir un camino de pueblo entre los linderos universitarios, lo que llamamos entonces una "etapa de reafirmación", y entre los años setenta y los ochenta, nos ocupamos fundamentalmente de eso, de hacer valer aquel lema que citábamos con orgullo: “Del pueblo venimos, hacia el pueblo vamos”.
Fotos: Rafael Salvatore