Luis del Valle Hurtado: El Diablo guerrero

La noche del viernes 23 de julio, 2021, falleció en su domicilio de Cochabamba, Cumaná, el verdadero cultor Luis del Valle Hurtado. Ya iba a pisar los 90 años. Desde este espacio también sumamos a los muchos homenajes que le ofrecen. Una crónica de Benito Irady, y las fotografías de Rafel Salvatore, nos permiten recordarlo como siempre fue.

Cuando las páginas del calendario indicaron un jueves 12 de enero de 2017, la fecha debió coincidir  con los 85 años de edad de Luis del Valle Hurtado, quien llegó a encontrar en el humo del tabaco a la Reina María Lionza con su pelo larguísimo. Ella vino a darle un beso, y a leerle la mano, y le aseguró que viviría 90 años, y para hacerlo posible le cambio el ojo izquierdo para el lado derecho, y el derecho para el izquierdo. Eso me lo contó él mismo en Cumaná, en la casa del barrio Cochabamba hace ya cuatro décadas.

Su rito anual se iniciaba en diciembre, antes de navidad, y se podía prolongar con fuerza hacia enero (de manera particular el 21, día de Santa Inés, patrona de aquel pueblo) y así seguía, y seguía, hasta el martes de carnaval. Era la aparición del Diablo Hurtado entre calles, avenidas y plazas de la llamada ciudad primogénita del continente. Un protagonista inolvidable que era él, solo él, con su traje negro, con sus grandes colmillos, la destreza artificial de sus alas, y sus ojos alocados, siempre sus ojos fuera de órbita. Llegó a combinar la muerte del indio niño que yace tendido sobre el asfalto, o sobre alguna acera, mientras sonaba el tambor cuadrado de hojalata. En su canto, explicaba solo lo elemental, cómo se escapó del infierno. Era un reconocimiento íntimo al príncipe de las milicias celestiales San Miguel Arcángel.

Todo empezó cuando Luisa Beltrana del Rosal Hurtado, quien lo trajo al mundo un 12 de enero del año 1932, le pide cumplir una promesa por haber sobrevivido a un accidente. Se divertía tumbando una piñata, y nadie supuso que intentar obtener un caramelo lo llevaría a la fatídica caída sobre el piso. Su cabeza retumbó. Enfermo le trasladan a Caracas, y regresa sano y salvo a Cumaná, donde decide que la promesa sería para siempre, y hasta moriir, en la curiosa representación de su nuevo nacimiento a través de dos personajes antagónicos: Satanás y San Miguel Arcángel, del cual mantendrá en el tiempo una invalorable colección de cromolitografías. Logrará pintarlo en miniaturas, con los infaltables colores rojo y azul de la justicia, además del cinturón dorado.

No usararía espada en su representación, sino un tridente a similitud del orisha eshu de los yoruba, y lo demás, fusionarse entre ambos héroes mitológicos con sus dos enormes alas negras y sus dos cachos. Él dice lo siguiente: “ Primero, para ser diablo hay que saber de arte, hay que practicar piernas y pasos diabólicos, danza satánica, transformarse, verse en el retrato de San Miguel Arcángel, y oyendo yo la voz del chivo, que es la voz del diablo, hice el personaje. El diablo es como el ratón que se vuelve vampiro, como la mariposa que se vuelve gusano, como la hormiga que se vuelve abeja asesina, todos esos animales de la tierra se van transformando, porque ellos vienen de la misma persona, y son gente como nosotros, y todos a la vez pueden convertirse en otras seres que salen del infierno, allí donde vive el diablo que soy yo, Lucifer, ¿entiendes Benito? Yo Lucifer,  que me puedo convertir en otro peor todavía, que es el propio Satanás, y que vuelvo a ser yo ahora,viéndome como me estoy viendo, con los ojos que me brillan”. Eso me lo explicaba seguido, una vez y otra vez, mientras se miraba frente al pequeño espejo en un largo ceremonial.

“Cuando yo me pinto, y soy diablo, siento furia en el cuerpo, una fuerza grandísima metiéndose dentro de mí, y descubro en la luz del espejo que los ojos se me van llenando de gato, es un gato que llevo dentro, que me brinca dentro, entonces para ser diablo yo me pongo las manos junto a la nariz, me maquillo, me tizno, me voy transformando, voy sintiendo un escalofrío por todo el cuerpo, y empiezo a volar, porque cuando yo voy por la calle vuelo, aunque la gente no sepa que estoy volando, después entro a soñar con el dinero, porque yo soy muy pobre, y necesito dinero, no duermo pensando eso, y es allí cuando se me aparece San Miguel Arcángel, viene a buscarme, entonces yo me quedo tranquilo, me duermo y él desaparece, se retira para el paraíso escondido, el se va solo y yo no necesito rezarle, porque yo no sé nada de oraciones, yo lo único que se decir es ¡por la señal de la santa cruz, el espíritu santo de Dios que me acompañe!, pero yo soy un hombre de buena vida y buena sangre.”

Esto me lo siguió explicando en la asociación de sus delirios, mientras hacía contorsiones, se maquillaba frente al mismo espejo, y ejercitaba la voz imitando al animal que dormía en su cabeza. Repentinamente empapaba de alcohol un trozo de algodón, y encendía un fósforo, y empujaba todo su aliento en un solo soplo. Aparece entonces la gran llamarada, entre los aplausos de la calle, siempre en la calle.

Antes de yo conocer a Luis del Valle Hurtado, ya un documentalista lo había atrapado con una cámara pentax montada sobre el pecho. Observó la botella del diablo, azufre, aji bravo, yodos y sal molida para aguantar las piernas, así como el jugo de la remolacha y la zanahoria, la mezcla de la sangre en su boca. Hay carbón molido, mucho carbón molido para tiznarse. El fotógrafo indica que en aquel tiempo usó una cámara  asahi pentax sp de 35 milímetros y lentes de 28, 50 y 135 m.m. a plena luz del sol, y con películas Kodak Tri X 400 asas. Con todo ese invento lo perseguiría en los alrededores de la playa Bellavista, y del barrio de pescadores en Porlamar, y más allá, en la calle de  Punda, de donde salía con su indiecito y su tamborero  para atravesar la Igualdad, y llegar de nuevo a la famosa playa de Nueva Esparta. Eso debió ser entre los años 1970 a 1971. Fue Andrés Salazar el autor de las fotografías y de las diversas entrevistas  que dieron origen al libro de testimonios “Nuestro amigo el diablo de Oriente”, como se conocía a Luis del Valle Hurtado por sus frecuentes andanzas entre Cumaná, Carúpano y Porlamar.  Posteriormente, serían muchos otros fotógrafos los que se interesaron en el personaje, e incluso obtuvieran premios y participarían en salones de arte. Me cuento entre ellos, además de Sebastián Garrido y Rafael Salvatore, quienes  le seguirían sin descanso por muchísimos años.

A Luis del Valle Hurtado también le nombraban con el apodo de “Tarzán”, por ser éste uno de los primeros personajes que interpretó en un paso del río Manzanares. En la capital sucrense se lanzaba desde los árboles de guama, se lanzaba desde  una orilla, o desde el puente y se zambullía para asombrar al público por su  habilidad de nadador y malabarista. Tendría unos 15 años, y empezaba con esa edad su larga carrera de artista, bien como el famoso indio Taguarí, o Cacique Plumas Rojas Voluntario,  el curandero Luis, el bailador de burriquita, de sebucán, pájaro guarandol,  torero, o diablo cara e’totuma en los  barrios de San Francisco y El Salao. En un momento de su vida, decidió hacer lo que había pensado por noches enteras. Irse al matadero de Cumaná. Buscar dos cachos de toro. Incrustarlos al primer sombrero fabricado de cartones y tachuelas, y así cumplirle aquella promesa al guía del ejército de los ángeles. Fortaleció su ego en la máxima simbología del héroe que pudo inventar. El famoso Diablo de Cumaná, con las dificultades de su mano izquierda sin meñique, ni anular ni dedo medio. Los perdió todos en el filo de una guillotina, mientras se desempeñaba en otro oficio, el de tipógrafo en la imprenta Renacimiento, propiedad de su padre Juan José Acuña.

Siempre me hablaba de sus sueños, y entre los distintos niveles arquetípicos que encontraba, me describía paso a paso sus procesos de cambio interior. Tenía muy presente la manera de convertirse en un ser terrible que infundiera temor, un ser  que vivía del bien y del mal a la vez, un ser que poseía atributos divinos. En una de las tantas conversaciones que sostuve con él, allá en el barrio Cochabamba de Cumaná, llegué a preguntarle algo más sobre la muerte y me entregó esta particular semblanza:

“Yo solo pienso en el diablo, el tiene unos cachos igualitos a los míos, las orejas igualitas a las mías, los dientes así, un poco gastados así como los míos, se diferencia de mí solamente en que él lleva bigote, y a veces cuando yo me dejo crecer el bigote no hay ninguna diferencia entre nosotros dos, porque hasta las alas que él lleva como un ángel, también son igualitas a las mías, yo me transformo y pienso en él para que no me salgan arrugas, pero no me gusta pensar en la muerte, aunque yo sé que aquí en Cumaná va a suceder algo, una lluvia, un temblor, un terremoto, y como hay demasiada gente yo no digo lo que va a suceder, no quiero que crean que fue culpa mía, me daría pena, por eso prefiero seguir pensando en un museo de cera, porque si a mí me llegara a pasar algo malo, una mala situación, por ejemplo, que yo pierda mis cachos, que yo pierda mis alas, debería quedar un museo de cera con una estatua mía, las alas puestas, los dientes, el tenedor del diablo, mis manos y un indiecito junto a mí, eso es lo que yo quiero que me hagan cuando me suceda algo.”